
Se oculta el sol tras el horizonte. Se despide el día mostrando su traje de gala, hermoso crepúsculo de rayos de sol moribundo.
Llega la noche, sale la Luna y la oscuridad cubre el mundo con su manto de estrellas. Miro desde mi ventana, tranquila, como la naturaleza opera este cambio mágico. Todo se para en la oscuridad y el mundo rebosa de una tranquila calma.
Tiempo para pensar y meditar. Para estar con la familia y conversar de lo que ha sucedido durante el día.
Las velas iluminan la estancia con un fulgor vacilante y cuando la cera se consuma, será tiempo de replegar, de despedidas y dos besos. Las suaves sábanas esperan para darnos cobijo en la noche y guardar el calor de nuestros cuerpos. Se cierran los ojos para dormir. El cuerpo se relaja y la respiración se torna constante.
Todo a nuestro alrededor se detiene. No existe otra realidad que aquella que nos muestra nuestra mente. Mundo igualmente real y únicamente nuestro. Mundo de sueños, entre nubes algodonosas que nos mojan con su rocío. No hay ningún lugar y a la vez están todos. Pues en un instante, puedes viajar al lugar que deseas.
No hay tiempo, todo es infinito. Podemos volver atrás y cambiar acontecimientos al mismo tiempo que ya estamos en ese nuevo futuro. Todo es posible y permanecerá para siempre guardado en nuestros recuerdos, siendo sólo nuestros.
Por eso me gusta la noche. Y aún en el caso que no sobreviniera el sueño, puedes meditar en esa oscuridad. Puedes crear mundos, historias… Tal vez las recordemos, o tal vez no, pero ahí reside el encanto de la noche. Con misterios siempre por descubrir, cosas que se olvidan y otras que pasan a ser eternas.