Su ventana le mostraba que había más mundo más allá de su torre. A través de ella, Rapunzel podía ver pasar las nubes que venían de lugares lejanos y continuaban su camino hacia otros parajes. Podía ver el movimiento de las estrellas en el firmamento nocturno y logró aprender su funcionamiento. Pero sobre todo, cada año por su cumpleaños observaba desde su ventana cómo miles de luces flotantes surcaban los cielos y soñaba con descubrir a dónde iban y porque aparecían en una fecha tan señalada para ella.
Para ella, el cielo cambiante que veía desde aquella ventana era la prueba que le permitía observar en primera persona la inmensidad del mundo.
A su ventana llegó una persona extraña a su torre, alguien que llegó por pura coincidencia. Esa persona por fin la despertó, por fin le dio la suficiente confianza para abandonar su torre y perseguir su sueño de ver las luces flotantes.
Su ventana fue testigo de su atrevimiento. La vio salir para no volver nunca, porque Rapunzel ya no volvería a mirar el mundo desde el marco de su ventana. Podría observarlo en toda su vastedad sin filtros, solo tal cual era.
Sólo entonces pudo contemplar y descubrir que las luces flotantes eran en realidad farolillos que los reyes lanzaban al aire por el cumpleaños de su hija con la esperanza de que esta los viera y la guiasen a casa. Ella era la princesa, su hija y los farolillos que siempre había visto desde su ventana la habían guiado de vuelta a casa.
Y es que su ventana, aunque no mostró nada irreal, era demasiado pequeña para mostrarlo todo, para que nadie descubriera todo lo que tiene el mundo de maravilloso y te aguarda tan solo, más allá de su ventana.