
A las puertas de la casa, en dos grandes jarrones, cada día colocaban dos grandes ramos de diferentes flores blancas. Cuando alguien las veía, sabía que acababa de llegar a la morada de la reina del Valle Níveo. Eso ramos eran la única muestra de su poder, pues su casa era igual que cualquier otra.
Cada día la reina Blanca repasaba esos ramos buscando si había que reemplazar alguna flor. Cada vez que encontraba una, acudía a su invernadero en busca de una que la sustituye. Pues aquellos ramos debían estar siempre perfectos. Eran su seña, su símbolo.
Un día, los habitantes del Valle empezaron a ver que en los ramos empezaban a haber alguna flor marchita. Se preocuparon. La reina blanca estaba enferma y ya no podía encargarse de aquello ramos. Sin embargo, sus buenos súbditos, empezaron a hacerse cargo en los ramos mientras los médicos curaban a la reina.
Cuando se repuso, todos se propusieron ayudarla con aquella tarea. Los ramos eran el símbolo del Valle, de su reina y a ambos, al valle y a su reina los querían cuidar.
Cuando muchos años más tarde, la reina Blanca falleció, se siguieron cuidando los ramos por los que todo el mundo mostraban gran admiración por su belleza. Y cuando un viajero llega al valle y veía aquellos ramos, sabía que jamás ningún reino contaría con una reina como Blanca, ni con un tesoro tan sencillo y hermoso como aquellos ramos de flores blancas.