Y todo comenzó con una copa de vino tinto en aquel restaurante. Ambos hablaban por primera vez sin la presión de su edad o la de su familia. Solo eran un hombre y una mujer que conversaban sin esconderse como una pareja cualquiera. Ambos reían con ganas, con cierta dulzura e inocencia. Uno recordando su no tan lejana juventud, ella por la inocencia que todavía tenía.
Llegó la cena y degustaron los magníficos manjares del menú, aunque ella insistía en que su querida abuela cocinaba mucho mejor. Era verdad, su acompañante no lo negaba, también había probado su comida. La música empezó a sonar y fueron a bailar.

Ella nunca pensó en bailar pero si era a su lado bailaría por siempre, para siempre. Cuando el baile finalizó, no podía apartar sus ojos de ella, nunca había podido apartar sus ojos de ella, como una hermana pequeña o, ahora, como una pareja. Ella era única, su lucero del alba.
No sabían que les iba a deparar el mañana pero si era en brazos del otro merecería la pena, siempre.