El reloj marca las doce y unas nubes aparecen para tapar la luna, sumiendo el mundo en la oscuridad.
A lo lejos, se oye el aullar de los lobos, a modo de augurio de lo que está por suceder.
En las casas las gentes se repliegan después de la misa y encienden velas para alumbrar la larga víspera.

Es la noche de los Santos Difuntos. Noche misteriosa y mágica que atemoriza el corazón de los hombres, que no entienden el significado de la noche.
En el cielo se abre un agujero invisible al ojo humano. Un agujero que conectará por unas horas el mundo de los vivos y el de los muertos. Los espíritus que lo desean, pueden volver con sus familias por unas horas y, contemplar su vida sin el tupido velo al que están sometidos en el otro mundo.
Aunque los vivos no les vean, es un pequeño consuelo para las almas. Vuelan libres por el mundo, recordando andanzas o juegan entre ellas como si de nuevo estuvieran vivas. Por un instante, no hay diferencia entre los dos mundos.
Cuando empiece a clarear el nuevo día, las almas volverán y el círculo se cerrará hasta el año que viene.