Érase una vez un ogro grande y apuesto que de niño había sido abandonado por sus padres por ser demasiado guapo. Y es que para los ogros la belleza radicaba en la fealdad y la fealdad en la belleza.
Era muy pequeño y no hubiera sobrevivido por sí mismo. Sin embargo, dio la casualidad de que lo encontrara una mamá enana que se apiadó de él y lo crio como su hijo junto con sus cinco retoños.
Él, que no conocía a ningún ogro, se consideraba a sí mismo un enano. Muchos decían que estaba confundido y que algún día se volvería contra ellos, por eso le temían. Pero, a pesar de ser diferente a ellos, sus cinco hermanos y otros muchos enanos le adoraban tratándolo como a uno más. Después de todo, tenía un corazón de oro, un corazón que a muchos enanos les faltaba.
Le gustaba trabajar en las minas con su padre y sus hermanos. Al ser más grande y tener más fuerza, a menudo hacía el trabajo más duro de la mina. En las ocasiones en que alguna mina se derrumbaba, él siempre acudía a ayudar. Gracias a su fuerza, muchos enanos salvaron la vida… Así, poco a poco y trabajando muy duramente por y para los enanos, se fue ganando un lugar entre todos ellos, más allá de su familia y su pueblo.
Con el tiempo, el ogro consiguió una gran fortuna que repartió entre sus padres y sus cinco hermanos para que ellos también pudiesen vivir cómodamente. Hasta el fin de sus días, el ogro pensó que era un enano, pues si bien había nacido como ogro, los enanos le convirtieron en uno de los suyos gracias al amor y el cariño de su familia. Y es que no importa cómo nazcas, si no en quien te conviertes.
Do.lobera 