
Érase una vez, un ave fénix que vivía del fuego eterno. Había nacido junto con la primera llama. Durante muchos años había establecido su nido en el mismo fuego, donde era constantemente abrazado por sus cálidas llamas. No tenía ninguna preocupación pero estaba terriblemente aburrido. Los espíritus del fuego que nacían del mismo fuego eran demasiado juguetones y traviesos para quedarse siempre con él. También se encontraba muy solo.
Tras largos y eternos años viviendo en el fuego que le había visto nacer, tomó la decisión de salir a explorar el mundo punto abrió sus alas y empezó a seguir a sus espíritus de fuego. Les siguió más allá del mundo eterno hasta otro completamente diferente punto. El nuevo mundo estaba lleno de colores, de contrastes y de otras criaturas muy diferentes a él o a los espíritus del fuego. Allí empezó a conocer los diferentes olores que impregnaban el mundo, conoció el día y la noche, el viento y la lluvia que apagaba el fuego pero no a él. Todo era nuevo y todo le impactaba, pero hubo una cosa que le sorprendió más que las otras.
Mientras volaba por el cielo oyó un grito de auxilio. Al descender, vio a un humano atrapado bajo un montón de tierra y rocas. Se encontraba solo y nadie podía ayudarlo. El fénix no sabía cómo ayudarle y fue a pedir ayuda a alguno de los traviesos espíritus de fuego con los que había acabado trabando amistad. Cuando llegaron el humano ya había muerto. Fue la primera vez que fue testigo de la mortalidad de las criaturas de ese mundo. No habiendo podido ayudar a aquel humano decidió que, en el futuro lograría salvar a toda criatura que se encontrase.
Su misión era casi imposible, pues el mundo estaba lleno de peligros mortales que dificultaban su misión. Pero el fénix seguía intentándolo, mientras los espíritus del fuego, siempre risueños y despreocupados, le pedían que lo dejase, que la muerte siempre estaría ahí, no como ellos que eran inmortales. Al darse cuenta de que no podía morir, también entendió que, por ello, estaba limitado cuando ofrecía su ayuda. No podía salvar a nadie de la muerte si él tampoco tenía miedo de ella.
Pero el fénix no podía morir, en aquel mundo ya había sufrido algunos accidentes pero siempre había sobrevivido. Lo único que podía matarlo era el mismo fuego que le había visto nacer. Los espíritus se miraron horrorizados ante aquella idea, sin embargo no pudieron quitársela de la cabeza y el fénix acabó ardiendo delante de sus ojos. Por primera vez los espíritus del fuego sintieron una terrible pena y dejaron de estar alegres. Sus llamas empezaron a apagarse de la tristeza que sentían cuando una nueva llama empezó a arder donde antes había estado el fénix. Allí, entre las cenizas apareció un polluelo de fénix que les colmó de alegría.
El fénix volvió a crecer, a volar y a ayudar a las criaturas en apuros, y también volvió a quemarse en más de una ocasión, renaciendo siempre de sus cenizas, pues no quería olvidar lo que era morir para entender mejor la vida.