
Los esfuerzos de Lamia, con toda la ayuda de los magos y las salamandras de fuego, por detener el avance del fuego y sofocarlo dudaron gran parte del día y de la noche. Solo cuando amanecía, el incendio parecía extinto, aunque el bosque todavía echaba humo. Era una desgracia, el bosque tardaría muchos años en recuperarse pero eso no les preocupaba en exceso. Temían a la figura negra que había secuestrado al pequeño dragón. La bruja Wulfrugida había aparecido. Con todo su poder y el de un pequeño dragón, el reino de Lobera estaba en grave peligro.
Siriel todavía recordaba la historia de la giganta Ginega. En ese momento pensó que la bruja era un problema lejano, pues vivía muy lejos del reino, pero se trataba solo de una ilusión. Cuando se es bruja, y una inmortal, todo está cerca. Cómo caballera del reino debía hacer algo.
El caos en el linde del bosque era demasiado grande para que nadie prestara atención a Siriel, que empezaba a ensillar uno de los caballos. Pero el príncipe Akal si que se dio cuenta y, a su lado, Tomás el leñador también se fijó.
—No puedes ir sola Siriel, sería un suicidio—la detuvo adivinando sus intenciones.
—Soy una caballera del reino, amiga de Kara, la madre de la criatura. No puedo dejar que Wulfrugida amenace mi patria o que haga daño al bebé.
—Nadie que se haya enfrentado a ella ha vivido para contarlo.
Siriel se deshizo de su agarre. Lo sabía muy bien, pero ¿qué otra podía hacer? ¿Quedarse de brazos cruzada?
—Muchacha, si de verdad quieres rescatar al dragón, acepta mi ayuda—dijo la fénix tras posarse en el lomo de su corcel.
—No puedo llevar a nadie conmigo, lo siento.
—Entonces te seguiré—replicó Lamia testadura. Era algo personal. Wulfrugida necesitaba un escarmiento.
—Y yo también—añadió Akal inseguro.
Tomás a su lado también asintió. En esta nueva misión Siriel no estaría sola.