
Lamia voló en círculos alrededor del lugar, buscando a sus amigos a pesar de que había visto cómo eran engullidos por las arenas movedizas. Intentó picotear en las arenas pero estas se habían vuelto tierra sólida y seca, tal y cómo la habían encontrado al anochecer. La antigua fénix lloró y gritó con un grito lastimero que nadie más oyó.
Se encontraba sola, siempre había estado sola, por mucho que se hubiera hecho amiga de Tomás y de los otros habitantes del bosque. Su inmortalidad de fénix creaba un muro que la alejaba del resto. Ellos podían vivir con ella, pero al cabo de unos pocos años morían a su lado. Siriel, Tomás, Akal, Ginega y Galena eran los últimos que le quedaban. Pero ahora tampoco les tenía. Ya ni siquiera era inmortal, hasta su fuego que la acompañaba había desaparecido.
Sola. Era un simple pájaro sin nada especial. Su canto era un canto común, como cualquier otro. Era una más.
A su alrededor el páramo se extendía hasta el infinito. No podía volver a casa, aunque como un pájaro normal, no tenía más casa que el lugar que se encontraba. Con este pensamiento voló hasta un reseco tronco y se posó para dormir mientras lloraba con amargura.
No quiero pensar entonces cómo se debe sentir un pájaro en una jaula.
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Si, pobrecitos…
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