
—Debes derramar el chocolate suave y lentamente sobre el pastel para que toda la superficie quede bien cubierta…
Era el consejo que me dio mi abuelo hace mucho, mucho tiempo; cuando era niña y me enseñaba a hacer pasteles de chocolate, los más deliciosos que jamás he probado. Él tenía una pastelería, la más famosa de la ciudad, pero cuando murió mis padres la tuvieron que cerrar.
Durante años al volver de la universidad primero y después de mi trabajo, me paraba a mirar el local vacío y solitario en que se había convertido la pastelería. Era muy triste verla de es manera. Siempre recordé el consejo de mi abuelo y en todas las fiestas a las que iba preparaba pasteles de todo tipo, siendo mis favoritos los de chocolate. No había nadie que no me dijera lo deliciosos que estaban y que debía dedicarme a la pastelería. Por miedo jamás les creí.
Hace unos meses, mi pareja me convenció y ayudo para dejar mi trabajo y reabrir la tienda. Hoy es la inauguración y mis pasteles están en el escaparate y en los mostradores. Mientras espero a abrir, muchas caras conocidas esperan con sus hijos para comprar. Ellos son los antiguos niños, a los que me abuelo deleitó con sus pasteles, que vuelven una vez más a las puertas de la pastelería.
Sonrió con alegría mirando la foto de mi abuelo, mientras giro el cartel de «cerrado». En algún lugar del cielo, sé que mi abuelo sonríe con los ángeles a los que, seguro, está deleitando con algún pastel de chocolate.